Desde el punto de vista de una comunidad orgánicamente estructurada,
diríase más bien que todas las manifestaciones de nuestra vida pública, de esta
nuestra sociedad con la que nos ha tocado lidiar, son absolutamente decadentes,
esclavizadoras, alienantes, falsas y, observadas desde arriba, muestran un
cuadro totalmente anarquizado y caótico, el cuadro de una lucha de todos contra
todos.
Gobierno contra pueblo, partidos contra partidos
–concertando simultáneamente las alianzas más extrañas e imposibles-,
parlamentos contra gobiernos, trabajadores contra empresarios, consumidores
contra productores, comerciantes contra productores y consumidores,
propietarios de viviendas contra inquilinos, funcionarios contra ciudadanos,
clase obrera contra burguesía; todos golpeando con furia sobre el momentáneo
adversario, todos teniendo únicamente en cuenta su propio interés, la
salvaguarda de su posición de privilegio y los intereses de su bolsillo.
Ninguno piensa que también el otro tiene derecho a la vida,
nadie reflexiona acerca del hecho de que la persecución desconsiderada del
provecho propio sólo puede ser alcanzada a costa de los demás. Nadie se
preocupa por el bienestar del semejante, ni dirige la mirada hacia los deberes
a cumplir frente al conjunto de la sociedad, ninguno quiere detenerse mientras
corre sin aliento en pos del enriquecimiento personal. Codazo en el estómago
del vecino para adelantarle y, si proporciona ventaja, pues se camina sobre
cadáveres. ¿Para qué andarse con consideraciones? Ande yo caliente ríase la
gente. Este es el moderno espíritu económico y social.
Así caza y ruge, vocifera y grita la multitud. Así empuja,
tironea, pisotea y derriba a golpes el más fuerte al más débil, el más vulgar
al más respetuoso, el más bruto al más noble. La avidez de placeres mata a la
cultura, la arbitrariedad triunfa sobre el derecho, el interés partidario sobre
el bien colectivo. El robo y la especulación aplastan al trabajo honrado.
Victoria tan contundente de todos los bajos instintos jamás
se había visto.
Pero no nos engañemos, estamos en una época de férrea
disciplina apoyada en una virulenta manipulación, por lo que es comprensible
que la mayor parte de las personas inmersas en esta sociedad no vean salida al
caos imperante y se lancen a favor de la corriente en un insensato baile en
torno al becerro de oro, aún a sabiendas de que ello los llevará a la destrucción
y a la muerte.
Una conmoción tan profunda de la estructura orgánica de un
pueblo sólo es posible cuando los valores de toda la sociedad están en franca
decadencia o se basan en premisas falsas. Y en efecto, dentro de este mal
llamado Estado de Derecho, políticos de todo signo y condición rinden tributo a
una misma ideología: el individualismo.
De ahí la inutilidad manifiesta del Estado para afrontar
retos que exigen de él eficacia y generosidad,
características que ni tiene, ni quiere tener. Tan podrido moralmente está, y
tan sometido a vasallaje, que el tan deseable “Antes el bien común que el bien
individual” se le antoja una tarea imposible, más allá de torpes, simbólicas e
inútiles manifestaciones más o menos sensibleras que sirven de eficaz cortina
de humo ante un pueblo ciego y alienado que, hoy por hoy, está muy lejos de
reaccionar.
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