Si bien es cierto que la dureza del Camino conseguía que
cada noche, a pesar de los numerosísimos ruidos de muy diversa índole que
poblaban la atmósfera de los albergues, me durmiera en cuestión de segundos, no
es menos cierto que la primera noche fue otro cantar.
La pasé en el albergue de Astorga donde compartí habitación
con un matrimonio francés de avanzada edad y un individuo del que sólo conozco
su ronquido.
La señora francesa era de esas personas que creen,
inexplicablemente, que lo natural es que todo el mundo entienda su idioma. A
pesar de no encontrarnos en Francia y de no ser el francés, que yo sepa, el idioma oficial de la Maragatería, la
señora en cuestión me preguntó no se qué, ante lo cual, encogiéndome de
hombros, respondí en un perfecto castellano que no entendía absolutamente nada
de lo que me decía, lo que provocó la aparición en su rostro de una mueca de
disgusto, supongo que debida al esfuerzo que le iba a suponer comunicarse
conmigo en el universal lenguaje de la mímica,
lenguaje que, por otra parte, funcionó, ya que logré entender que la
cuestión giraba en torno a la trascendental decisión de pasar la noche con la
ventana abierta o cerrada.
El otro individuo al que no pude ver bien -se acostó cuando
las luces ya se habían apagado- fue el encargado de amenizar la noche con su
atronador y devastador ronquido. Y digo bien, ronquido en singular, ya que era
uno sólo, de una potencia tal que provocaba movimientos sísmicos en la litera,
y con una cualidad que lo hacía verdaderamente demoledor, y que consistía en su
repetición a lo largo de la noche a intervalos lo suficientemente largos como
para permitirme caer, una y otra vez, en un esperanzador estado de sopor,
cruelmente interrumpido por el subsiguiente episodio del fenómeno sonoro en
cuestión.