La escritura como terapia


miércoles, 16 de marzo de 2022

Oro parece, plata no es - Parte I - De la narrativa oficial

A sabiendas de que las guerras no responden nunca a explicaciones simplistas del tipo  “buenos contra malos”, y como quiera que llevo ya un tiempo prudencial interesándome por los diferentes puntos de vista, y los razonamientos en los que se basan, acerca del conflicto que monotemáticamente ocupa nuestra actualidad, creo llegada la hora de dar mi opinión al respecto, sin que ello me convierta ni de lejos en un experto en geopolítica, condición de la que sí presumen no pocos de los escasamente formados y evidentemente aleccionados periodistas de los medios de comunicación fieles a la narrativa oficial, narrativa que, por otra parte, constituye la única fuente de información de la que se nutren las masas, evidenciando, una vez más, su carencia de sentido crítico.

Parece que el escepticismo, como catalizador de la búsqueda de la verdad, ha resultado gravemente herido por la presión mediática a la que está siendo sometido en estos tiempos, nefastos y oscuros, en los que nos ha tocado vivir.

Al hilo de esto, me viene al pelo citar al Arzobispo Viganò que, en un interesantísimo artículo publicado recientemente, entre otras cosas escribe:

“Si observamos lo que está ocurriendo en Ucrania, sin dejarnos engañar por las burdas falsificaciones de los principales medios de comunicación, nos damos cuenta de que se ha ignorado por completo el respeto a los derechos de los demás; de hecho, tenemos la impresión de que la administración Biden, la OTAN y la Unión Europea quieren mantener deliberadamente una situación de evidente desequilibrio, precisamente para hacer imposible cualquier intento de resolución pacífica de la crisis ucraniana, provocando a la Federación Rusa para que desencadene un conflicto. Aquí radica la gravedad del problema. Esta es la trampa tendida tanto a Rusia como a Ucrania, utilizando a ambas para que la élite globalista pueda llevar a cabo su plan criminal.

No debería sorprendernos que el pluralismo y la libertad de expresión, tan alabados en los países que se proclaman democráticos, sean diariamente desautorizados por la censura y la intolerancia hacia las opiniones no alineadas con la narrativa oficial. Manipulaciones de este tipo se han convertido en la norma durante la llamada pandemia, en detrimento de médicos, científicos y periodistas disidentes, que han sido desacreditados y condenados al ostracismo por el mero hecho de atreverse a cuestionar la eficacia de las vacunas experimentales. Dos años después, la verdad sobre los efectos adversos y la desafortunada gestión de la emergencia sanitaria les ha dado la razón, pero la verdad se ignora obstinadamente porque no se corresponde con lo que el sistema quería, y sigue queriendo hoy.

Si los medios de comunicación mundiales han sido capaces, hasta ahora, de mentir descaradamente en un asunto de estricta relevancia científica, difundiendo mentiras y ocultando la realidad, deberíamos preguntarnos por qué, en la situación actual, deberían recuperar repentinamente esa honestidad intelectual y respeto al código deontológico tan ampliamente negado con el COVID.

Pero si este fraude colosal ha sido apoyado y difundido por los medios de comunicación, hay que reconocer que las instituciones sanitarias nacionales e internacionales, los gobiernos, los magistrados, las fuerzas del orden y la propia jerarquía católica comparten la responsabilidad del desastre -cada uno en su ámbito al apoyar activamente, o no oponerse, a la narración-; un desastre que ha afectado a miles de millones de personas en su salud, sus bienes, el ejercicio de sus derechos individuales e incluso su propia vida. Incluso en este caso, es difícil imaginar que quienes han sido culpables de tales crímenes en apoyo de una pandemia intencionada y maliciosamente amplificada puedan de repente recuperar su dignidad y mostrar solicitud por sus ciudadanos y su patria cuando una guerra amenaza su seguridad y su economía.

Estas, por supuesto, pueden ser las prudentes reflexiones de quienes quieren permanecer neutrales y mirar con desapego y casi desinterés lo que ocurre a su alrededor. Pero si profundizamos en el conocimiento de los hechos y los documentamos, apoyándonos en fuentes autorizadas y objetivas, descubrimos que las dudas y perplejidades se convierten pronto en inquietantes certezas.

Incluso limitando nuestra investigación al aspecto económico, nos damos cuenta de que las agencias de noticias, la política y las propias instituciones públicas dependen de un pequeño número de grupos financieros pertenecientes a una oligarquía que está unida, de manera significativa, no solo por el dinero y el poder, sino también por la filiación ideológica que guía su acción e injerencia en la política de las naciones y el mundo entero. Esta oligarquía muestra sus tentáculos en la ONU, la OTAN, el Foro Económico Mundial, la Unión Europea y en instituciones «filantrópicas» como la Open Society de George Soros y la Fundación Bill y Melinda Gates.

Todas estas entidades son privadas y no responden a nadie más que a ellas mismas y, al mismo tiempo, tienen el poder de influir en los gobiernos nacionales, incluso a través de sus propios representantes, que se hacen elegir o nombrar en puestos clave. Ellos mismos lo admiten cuando son recibidos con todos los honores por los jefes de Estado y los líderes mundiales, respetados y temidos por estos como los verdaderos dueños del destino del mundo. Así, los que ostentan el poder en nombre del «pueblo» se encuentran pisoteando la voluntad del pueblo y restringiendo sus derechos a fin de ser los obedientes cortesanos de unos amos a los que nadie ha elegido pero que, sin embargo, dictan su agenda política y económica a las naciones.

Llegamos entonces a la crisis de Ucrania, que nos presentan como una consecuencia de la arrogancia expansionista de Vladimir Putin hacia una nación independiente y democrática sobre la que intenta reclamar derechos absurdos. Se dice que el «belicista Putin» está masacrando a la población indefensa que se ha levantado valientemente para defender el suelo de su patria, las sagradas fronteras de su nación y las libertades violadas de los ciudadanos. La Unión Europea y Estados Unidos, «defensores de la democracia», se dicen incapaces de no intervenir por medio de la OTAN para restaurar la autonomía de Ucrania, expulsar al «invasor» y garantizar la paz. Ante la «arrogancia del tirano», se dice que los pueblos del mundo deberían formar un frente común, imponiendo sanciones a la Federación Rusa y enviando soldados, armas y ayuda económica al «pobre» presidente Zelenskyy, «héroe nacional» y «defensor» de su pueblo. Como prueba de la «violencia» de Putin, los medios de comunicación difunden imágenes de bombardeos, registros militares y destrucción, atribuyendo la responsabilidad a Rusia. Y aún hay más: precisamente para garantizar una «paz duradera», la Unión Europea y la OTAN abren los brazos para acoger a Ucrania como miembro. Y para evitar la «propaganda soviética» Europa censura Russia Today y Sputnik para garantizar que la información sea libre e independiente.

Esta es la narrativa oficial, a la que todo el mundo se ajusta. Estando en guerra, la disidencia se convierte inmediatamente en deserción, y los que disienten son culpables de traición y merecedores de sanciones más o menos graves, empezando por la execración pública y el ostracismo, bien experimentado con el COVID contra los «no vacunados». Pero la verdad, si se quiere conocer, nos permite ver las cosas de otra manera y juzgar los hechos por lo que son y no por cómo se nos presentan.”

En esta brillantísima exposición, el Arzobispo Viganò pone el dedo en la llaga, desarrollando la idea, -por muchos y desde hace mucho defendida, cada vez más evidente y para mí fundamental-, que permite entender lo que está ocurriendo en el mundo mediante una lectura de la realidad en clave globalista. Sólo así, este aparente sinsentido se torna inteligible. Sólo así todo encaja y cobra sentido.

De hecho, en el final de su artículo, Viganò insiste en la cuestión:

“Es muy preocupante que los destinos de los pueblos del mundo estén en manos de una élite que no rinde cuentas a nadie de sus decisiones, que no reconoce ninguna autoridad por encima de sí misma y que para perseguir sus propios intereses no duda en poner en peligro la seguridad, la economía y la propia vida de miles de millones de personas, con la complicidad de los políticos a su servicio y de los grandes medios de comunicación. La falsificación de los hechos, las grotescas adulteraciones de la realidad y el partidismo con el que se difunden las noticias conviven con la censura de las voces discrepantes y dan lugar a formas de persecución étnica contra los ciudadanos rusos, que son discriminados precisamente en los países que se dicen democráticos y respetuosos con los derechos fundamentales.”

Es algo bien sabido por casi todo el mundo que para crearse una visión imparcial y objetiva de las circunstancias que rodean un conflicto, de cualquier tipo, es fundamental escuchar la versión de todas las partes implicadas. Por tanto, si en este caso, como en la Pandemia, sólo se nos ofrece una versión y se censuran todas las demás, lo lógico es tirar de escepticismo y pensar que la versión ofrecida tal vez no se ajuste del todo a la realidad.

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