A sabiendas de que las guerras no responden nunca a explicaciones simplistas del tipo “buenos contra malos”, y como quiera que llevo ya un tiempo prudencial interesándome por los diferentes puntos de vista, y los razonamientos en los que se basan, acerca del conflicto que monotemáticamente ocupa nuestra actualidad, creo llegada la hora de dar mi opinión al respecto, sin que ello me convierta ni de lejos en un experto en geopolítica, condición de la que sí presumen no pocos de los escasamente formados y evidentemente aleccionados periodistas de los medios de comunicación fieles a la narrativa oficial, narrativa que, por otra parte, constituye la única fuente de información de la que se nutren las masas, evidenciando, una vez más, su carencia de sentido crítico.
Parece que el escepticismo, como catalizador de la búsqueda de la verdad, ha resultado gravemente herido por la presión mediática a la que está siendo sometido en estos tiempos, nefastos y oscuros, en los que nos ha tocado vivir.
Al hilo de esto, me viene al pelo citar al Arzobispo Viganò que, en un interesantísimo artículo publicado recientemente, entre otras cosas escribe:
“Si observamos lo que
está ocurriendo en Ucrania, sin dejarnos engañar por las burdas falsificaciones
de los principales medios de comunicación, nos damos cuenta de que se ha
ignorado por completo el respeto a los derechos de los demás; de hecho, tenemos
la impresión de que la administración Biden, la OTAN y la Unión Europea quieren
mantener deliberadamente una situación de evidente desequilibrio, precisamente
para hacer imposible cualquier intento de resolución pacífica de la crisis
ucraniana, provocando a la Federación Rusa para que desencadene un conflicto.
Aquí radica la gravedad del problema. Esta es la trampa tendida tanto a Rusia
como a Ucrania, utilizando a ambas para que la élite globalista pueda llevar a
cabo su plan criminal.
No debería
sorprendernos que el pluralismo y la libertad de expresión, tan alabados en los
países que se proclaman democráticos, sean diariamente desautorizados por la
censura y la intolerancia hacia las opiniones no alineadas con la narrativa
oficial. Manipulaciones de este tipo se han convertido en la norma durante la
llamada pandemia, en detrimento de médicos, científicos y periodistas
disidentes, que han sido desacreditados y condenados al ostracismo por el mero
hecho de atreverse a cuestionar la eficacia de las vacunas experimentales. Dos
años después, la verdad sobre los efectos adversos y la desafortunada gestión
de la emergencia sanitaria les ha dado la razón, pero la verdad se ignora
obstinadamente porque no se corresponde con lo que el sistema quería, y sigue
queriendo hoy.
Si los medios de
comunicación mundiales han sido capaces, hasta ahora, de mentir descaradamente
en un asunto de estricta relevancia científica, difundiendo mentiras y
ocultando la realidad, deberíamos preguntarnos por qué, en la situación actual,
deberían recuperar repentinamente esa honestidad intelectual y respeto al
código deontológico tan ampliamente negado con el COVID.
Pero si este fraude
colosal ha sido apoyado y difundido por los medios de comunicación, hay que
reconocer que las instituciones sanitarias nacionales e internacionales, los
gobiernos, los magistrados, las fuerzas del orden y la propia jerarquía
católica comparten la responsabilidad del desastre -cada uno en su ámbito al
apoyar activamente, o no oponerse, a la narración-; un desastre que ha afectado
a miles de millones de personas en su salud, sus bienes, el ejercicio de sus
derechos individuales e incluso su propia vida. Incluso en este caso, es
difícil imaginar que quienes han sido culpables de tales crímenes en apoyo de
una pandemia intencionada y maliciosamente amplificada puedan de repente
recuperar su dignidad y mostrar solicitud por sus ciudadanos y su patria cuando
una guerra amenaza su seguridad y su economía.
Estas, por supuesto,
pueden ser las prudentes reflexiones de quienes quieren permanecer neutrales y
mirar con desapego y casi desinterés lo que ocurre a su alrededor. Pero si
profundizamos en el conocimiento de los hechos y los documentamos, apoyándonos
en fuentes autorizadas y objetivas, descubrimos que las dudas y perplejidades
se convierten pronto en inquietantes certezas.
Incluso limitando
nuestra investigación al aspecto económico, nos damos cuenta de que las
agencias de noticias, la política y las propias instituciones públicas dependen
de un pequeño número de grupos financieros pertenecientes a una oligarquía que
está unida, de manera significativa, no solo por el dinero y el poder, sino
también por la filiación ideológica que guía su acción e injerencia en la
política de las naciones y el mundo entero. Esta oligarquía muestra sus
tentáculos en la ONU, la OTAN, el Foro Económico Mundial, la Unión Europea y en
instituciones «filantrópicas» como la Open Society de George Soros y la
Fundación Bill y Melinda Gates.
Todas estas entidades
son privadas y no responden a nadie más que a ellas mismas y, al mismo tiempo,
tienen el poder de influir en los gobiernos nacionales, incluso a través de sus
propios representantes, que se hacen elegir o nombrar en puestos clave. Ellos
mismos lo admiten cuando son recibidos con todos los honores por los jefes de
Estado y los líderes mundiales, respetados y temidos por estos como los
verdaderos dueños del destino del mundo. Así, los que ostentan el poder en nombre del «pueblo» se
encuentran pisoteando la voluntad del pueblo y restringiendo sus derechos a fin
de ser los obedientes cortesanos de unos amos a los que nadie ha elegido pero
que, sin embargo, dictan su agenda política y económica a las naciones.
Llegamos entonces a la
crisis de Ucrania, que nos presentan como una consecuencia de la arrogancia
expansionista de Vladimir Putin hacia una nación independiente y democrática
sobre la que intenta reclamar derechos absurdos. Se dice que el «belicista
Putin» está masacrando a la población indefensa que se ha levantado
valientemente para defender el suelo de su patria, las sagradas fronteras de su
nación y las libertades violadas de los ciudadanos. La Unión Europea y Estados
Unidos, «defensores de la democracia», se dicen incapaces de no intervenir por medio
de la OTAN para restaurar la autonomía de Ucrania, expulsar al «invasor» y
garantizar la paz. Ante la «arrogancia del tirano», se dice que los pueblos del
mundo deberían formar un frente común, imponiendo sanciones a la Federación
Rusa y enviando soldados, armas y ayuda económica al «pobre» presidente
Zelenskyy, «héroe nacional» y «defensor» de su pueblo. Como prueba de la
«violencia» de Putin, los medios de comunicación difunden imágenes de
bombardeos, registros militares y destrucción, atribuyendo la responsabilidad a
Rusia. Y aún hay más: precisamente para garantizar una «paz duradera», la Unión
Europea y la OTAN abren los brazos para acoger a Ucrania como miembro. Y para
evitar la «propaganda soviética» Europa censura Russia Today y Sputnik para garantizar
que la información sea libre e independiente.
Esta es la narrativa
oficial, a la que todo el mundo se ajusta. Estando en guerra, la disidencia se
convierte inmediatamente en deserción, y los que disienten son culpables de
traición y merecedores de sanciones más o menos graves, empezando por la
execración pública y el ostracismo, bien experimentado con el COVID contra los
«no vacunados». Pero la verdad, si se quiere conocer, nos permite ver las cosas
de otra manera y juzgar los hechos por lo que son y no por cómo se nos
presentan.”
En esta brillantísima exposición, el Arzobispo Viganò pone el dedo en la llaga, desarrollando la idea, -por muchos y desde hace mucho defendida, cada vez más evidente y para mí fundamental-, que permite entender lo que está ocurriendo en el mundo mediante una lectura de la realidad en clave globalista. Sólo así, este aparente sinsentido se torna inteligible. Sólo así todo encaja y cobra sentido.
De hecho, en el final de su artículo, Viganò insiste en la cuestión:
“Es muy preocupante
que los destinos de los pueblos del mundo estén en manos de una élite que no
rinde cuentas a nadie de sus decisiones, que no reconoce ninguna autoridad por
encima de sí misma y que para perseguir sus propios intereses no duda en poner
en peligro la seguridad, la economía y la propia vida de miles de millones de
personas, con la complicidad de los políticos a su servicio y de los grandes
medios de comunicación. La falsificación de los hechos, las grotescas
adulteraciones de la realidad y el partidismo con el que se difunden las
noticias conviven con la censura de las voces discrepantes y dan lugar a formas
de persecución étnica contra los ciudadanos rusos, que son discriminados
precisamente en los países que se dicen democráticos y respetuosos con los
derechos fundamentales.”
Es algo bien sabido por casi todo el mundo que para crearse una visión imparcial y objetiva de las circunstancias que rodean un conflicto, de cualquier tipo, es fundamental escuchar la versión de todas las partes implicadas. Por tanto, si en este caso, como en la Pandemia, sólo se nos ofrece una versión y se censuran todas las demás, lo lógico es tirar de escepticismo y pensar que la versión ofrecida tal vez no se ajuste del todo a la realidad.
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