La escritura como terapia


domingo, 26 de abril de 2020

La alienación como antesala de un modelo de Estado

En estos días nuestras mentes bullen, unas más que otras, en busca de una explicación plausible al porqué de esta pandemia y al porqué de su nefasta gestión por parte de un número significativo de gobiernos de países pertenecientes al llamado primer mundo, verdaderos pilares de la economía mundial.

 Y las respuestas a las que individualmente llegaremos tendrán mucho que ver con la idiosincrasia del país en el que vivamos y con el grado de escepticismo con el que hayamos afrontado el adoctrinamiento político, social y económico al que llevamos siendo sometidos desde hace casi un siglo.

Los poco escépticos, las masas orteguianas, parecen manejar una sola ecuación, a saber, verdad oficial = verdad absoluta.

Los otros, pondrán en duda la verdad oficial e intentarán comprender el sentido y la finalidad del comportamiento de sus Estados.

Estos otros, al poner en duda la verdad oficial, no serán nunca cómodos para el Estado, siendo por ello discriminados, desacreditados y ninguneados, en el mejor de los casos. En el peor, encarcelados o eliminados. Porque tendrán más o menos razón, pero asegurar que carecen totalmente de ella supone perpetuar un modelo de Estado que, tal vez, está haciendo las cosas más mal que bien, digan lo que digan los poderosos medios de adoctrinamiento con los que cuenta y que, de nada sirve negarlo, moldean conciencias con la precisión de un cirujano experto y consiguen que la ingenuidad de las masas sea prácticamente impenetrable.
   
Ya en los años 20 del siglo XX, después del desastre que para Europa supuso la Gran Guerra y en base a su desarrollo y a sus consecuencias políticas y económicas, se empezó a cuestionar la teórica independencia de los Estados y su aparente orientación al bienestar de sus pueblos. Eran muchas las voces que afirmaban que los Estados servían a intereses, fundamentalmente económicos, que ejercían con mano de hierro el verdadero poder. Y nada más útil para ello, que la implantación de regímenes basados en la teórica “soberanía popular”, donde se le creaba al pueblo la ilusión de “gobernar” merced al ejercicio del “sufragio” que garantizaba una sana y deseable “alternancia en el poder”.

Mucho menos idílica y para nada inocente ha resultado ser la realidad, donde se encumbran o destituyen gobiernos a golpe de talonario, mediante la financiación de costosísimas campañas electorales que sólo los muy poderosos grupos económicos a cuyos intereses sirven pueden sostener. Y ya se sabe que quién paga, manda. Y si el dinero no fuera suficiente, cuentan, a su vez, con la inestimable, poderosísima y determinante ayuda de los medios de comunicación de masas, cuyo control también ejercen. Consecuentemente, salga quién salga elegido, el poder real estará siempre en las mismas manos, lo que convierte a estas “democracias” en monumentales mentiras.

Si este planteamiento es, aunque sólo sea en parte, cierto, el desarrollo de la historia desde principios del siglo XX se puede entender como una consecución de maniobras tendentes a destruir, en beneficio de unos pocos, los cimientos de toda civilización que amenace sus privilegios, todo ello apoyado en una labor constante e implacable de adoctrinamiento de las masas hasta conseguir, pirueta del destino, que este estado de cosas sea tomado por ellas como algo normal, legítimo, inevitable e incluso deseable. Es la antesala de la distopía.

Grandes escritores, grandes visionarios, han descrito a lo largo del siglo pasado lo que entendían sería la culminación, para nada deseable, de la alienación de las sociedades occidentales, a saber, el Estado distópico, conformado y afianzado de forma incruenta pero no por ello menos perniciosa. Estado que, bajo la afable apariencia de benefactor del pueblo, ejerce, no obstante, un férreo control sobre las masas, previamente aleccionadas e incapacitadas para disentir merced a una inmisericorde propaganda que anula su voluntad.

Visto lo visto, lo novelado y lo real parece, por momentos, confluir. El poder real cada vez se esconde menos y sus Estados vasallos son puestos en evidencia cada vez más. Un futuro Estado distópico parece, ahora más que nunca, posible.

Llegados a este punto, y recordando lo oportunas que guerras y epidemias han resultado ser a lo largo de la historia, cabe preguntarse si la cruel pandemia que estamos sufriendo no será la culminación, el acto final, de una representación que, aunque dilatada en el tiempo, ha sido concebida y programada con el propósito de posibilitar la instauración de un modelo de Estado totalitario y amoral que beneficie a unos pocos a costa del sometimiento de todos los demás.

Muchos son los rumores de la creación en laboratorio del tristemente famoso Covid-19, máxime cuando en los primeros días tras su aparición murió de forma muy oportuna, y por ello no poco sospechosa,  el Doctor Li Weinlang, una persona joven y sin patologías previas que fue de los primeros en alertar sobre la gravedad del virus y que de no haber fallecido es más que probable que hubiera facilitado información vital sobre esta cuestión.

Sea cual sea su origen y observando las torpes, tardías y negligentes políticas de contención llevadas a cabo por la mayoría de los Estados del mal llamado mundo libre, ya se pueden vislumbrar sus terribles consecuencias y se puede, por qué no, presumir su utilidad.

El virus ha matado y sigue matando a miles de personas, especialmente en el llamado primer mundo y muy especialmente en la población de mayor edad, lo que le convierte en un eficacísimo instrumento para reducir la población y rejuvenecerla, que para la reconstrucción hará falta mucha mano de obra joven, sana y, por supuesto, barata.

Es la civilización occidental la que, por su historia, su cultura y su desarrollo tecnológico, mayor resistencia teórica podría oponer a cualquier intento totalizador.  Y tal vez por ello la pandemia se ha cebado especialmente en ella.

Observamos, no obstante, que la respuesta por parte de los diferentes países ha sido desigual. Pensemos en la idiosincrasia de cada uno de ellos, muy ligada a la integridad moral de sus gobernantes y a su nivel de vasallaje, por un lado, y al nivel de adoctrinamiento y sumisión de sus ciudadanos, por otro, y tendremos la solución. Me viene al pelo una reflexión que leí en algún sitio y que, refiriéndose a los españoles, decía “No somos noruegos, pero ¿podemos permitirnos no serlo?”.

Podamos o no, lo cierto es que no lo somos y consecuencia de ello será nuestra fulminante caída. Con una estructura de Estado corrupta hasta los tuétanos, no parece haber problema alguno en seguir las directrices recibidas del poder real, aunque ello suponga la aniquilación física y mental del pueblo. Es en la Europa mediterránea, o tal vez en los EEUU, donde probablemente el Estado distópico, totalitario y amoral, se materializará en primer lugar. Con unos gobernantes miserables y fieles a su amo y un pueblo absolutamente idiotizado y sumiso, la batalla la tienen ganada.

La gestión de la pandemia parece ser un ensayo, un monumental simulacro de sometimiento del pueblo que, visto lo visto, estaría arrojando unos resultados que sus instigadores no hubieran imaginado ni en el mejor de sus sueños. La propagación de un virus, mortal, es la propagación del miedo, y el miedo es el instrumento ideal para la dominación.

La extensión de la pandemia y sus dramáticas consecuencias ha supuesto para el Estado un reforzamiento de su poder. De un plumazo, y merced al Estado de Alarma, ha restringido libertades y ha enmascarado su negligente inutilidad mediante una hábil maniobra de distracción consistente en culpabilizar a parte del pueblo de la propagación del virus. Y de propina, puñetazo en la mesa, avisa de que su poder es infinito e incuestionable ya que en cualquier momento futuro puede, recaída de por medio, volver a confinarnos. El miedo y la indefensión están servidos. Cogidos por los huevos nos tienen. La distopía, pues, ya está aquí.

 Y el pueblo, como siempre, a verlas venir. Le han endilgado una pandemia cuyo origen está en un virus de procedencia más que sospechosa y al que han permitido propagarse sin apenas control apelando a la excepcionalidad de la situación y a la imposibilidad de tener previstas medidas eficaces para su contención, y el pueblo, feliz. Feliz porque, propaganda a tope y efecto arrastre de por medio, acepta automáticamente lo que la mayoría piensa, que es lo que le han dicho que tiene que pensar, y se comporta como la mayoría lo hace, que es como le han dicho que se tiene que comportar, pensando que esa y no otra es la manera correcta de pensar y de actuar, sumándose a la manada de forma gregaria, acrítica y oportunista. La derrota, si nadie lo remedia, está servida.

Y por si a las masas les quedara una pizca de dignidad  y osaran poner en entredicho los designios de su poderoso Estado, éste parece empeñado en dilatar los efectos de la pandemia “ad infinitum” para que la crisis económica resultante tenga un efecto tan devastador, en especial para trabajadores, autónomos y pequeñas empresas, que la lucha por la supervivencia y la dependencia de paupérrimas ayudas estatales sean la única posibilidad de subsistencia para una gran parte de la población, lo que conllevará un retroceso social, cultural y laboral sin parangón en la historia reciente de la humanidad.

Ésta, y no otra, parece que será la que con enorme desvergüenza llaman la “nueva normalidad”. Nueva sí será. Deseable, en modo alguno. Una sociedad, apunta a que será, tiranizada por un Estado despótico y policial que salvaguardará los privilegios de unos pocos  a costa de someter a unas condiciones de semiesclavitud a otros muchos. Una sociedad reducida a dos clases. Un absolutismo ciego. Un nada para el pueblo, con el pueblo. Una indecencia.

Y el medioambiente, bien gracias. Se les estaba yendo de las manos. Curioso, para esto la pandemia también les ha ido bien. Pudientes y privilegiados podrán disfrutar de una Naturaleza mejorada. El resto, bastante tendrá con cubrir sus necesidades básicas, con sobrevivir.


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