Tal y como plasmó maravillosamente Stevenson en su
celebérrima obra “Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde” en la psiqué de toda persona luchan denonada
y permanentemente el bien y el mal con el claro objetivo de lograr la
supremacía y condicionar el comportamiento.
Hasta ahora, mi
mundo estaba tan controlado como el experimento del Dr Jekyll. El bien mandaba
y ante cualquier intento por parte de Mr Hyde de sobrepasar los límites
socialmente aceptables, bastaba tomarse el antídoto y problema resuelto.
Todo se complica
cuando, en el comportamiento de un elevadísimo número de congéneres, observas
que el mal está ganando la batalla y que fruto de ello tu vida ha sido
transformada radicalmente, a peor y con una crueldad inusitada, en un momento
en el que la lucha se antoja harto difícil. Es entonces cuando Mr Hyde aparece,
y lo hace amparado en el desprecio que recibe. Es entonces cuando el bien y el
mal transitan por líneas paralelas peligrosamente cercanas, y es entonces
cuando el desprecio a la sociedad y a los elementos que la componen parece
plenamente justificado.
Todo el que tiene
trabajo, dinero y salud es envidiado de una forma tan irracional como real. La
situación propia es percibida como injustificada e inmerecida. No encuentro el
porqué por mil veces que me lo pregunte. Tampoco el futuro muestra su mejor
cara. De la intervención divina, visto lo visto, Mr Hyde no quiere oír ni
hablar.
Todavía me queda
antídoto para revertir la situación. Todavía ejerzo de Dr Jekyll con la
suficiente lucidez como para saber que los fugaces pensamientos que atraviesan
mi mente son debidos a los efectos de la maldita pócima y que de momento me
quedan fuerzas para dominarlos. Lucho por no quedar definitivamente convertido
en otro Mr Hyde de los muchos que pululan por este mundo. Dicho queda. Amén.
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