¡Dios te guarde, mundo!, pues andando empós de ti la
infancia se nos pasa en el olvido, la puericia en experiencias, la juventud en
carreras, andadas y saltos por vallas y pasarelas, por caminos y veredas, por
montes y valles, bosques y frondas, por agua y
mar, en la lluvia y en la nieve, en el frío y en el calor, en vientos y
tempestades, la virilidad se pasa en extraer y fundir minerales, arrancando y labrando
piedra, cavando y construyendo, plantando y arando, tejiendo y urdiendo
pensamientos, dando consejos, en quejas de desvelos, comprando y vendiendo,
discutiendo, altercando, peleando, mintiendo y engañando, la senectud
suspirando y gimiendo, presa de la pereza y la flojedad, y no tiene, en suma,
hasta la muerte más que fatigas y trabajos...
...¡Dios te guarde, mundo!, pues tu compañía es una carga para
mí, la vida que nos otorgas es un miserable peregrinar; es inconstante,
incierta, dura, ruda fugitiva e impura, poblada de miserias y equivocaciones,
de ahí que deba ser llamada muerte mejor que vida. A cada instante morimos,
debido a las múltiples causas de la inconstancia y las numerosas vías que
conducen a la muerte. No te contentas con las amarguras y sinsabores que nos
rodean sino que engañas a la mayoría de los hombres con tus adulaciones,
hechizos y falsas promesas. Del cáliz de oro que portas en tu mano das a beber
hiel y falsedad, y los tornas ciegos, sordos, locos e insensatos. ¡Ah!,
dichosos aquellos que rehúsan tu compañía, desprecian tus momentáneos y
pasajeros placeres, rechazan tu compañía para no perecer con tu astuto y
pérfido impostor. Pues tú nos conviertes en abismo tenebroso, en reino
miserable, en hijos de la ira, en carroña pestilente, en instrumento impuro de
estercolero, en instrumento de descomposición repugnante y fétido; pues cuando
nos has torturado por largo tiempo con adulaciones, caricias, consuelos,
torturas, plagas, martirios y penas entregas el extenuado cuerpo a la tumba y
colocas el alma en una incierta encrucijada. Pues aunque nada hay más cierto
que la muerte, sin embargo, el hombre no sabe cuándo y dónde ha de morir y, lo
que es más triste, dónde irá a parar su alma, ni que será de ella.
Fragmentos del capítulo XXIV del libro V del “Simplicius
Simplicissimus” de H. J. Ch. Von Grimmelshausen, capítulo basado casi
íntegramente en el capítulo XX del “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”
de Antonio de Guevara.
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