En Rabanal del Camino me alojé en el Albergue Gaucelmo,
administrado por la Confraternity of Saint James. Llegué sobre las 12:15
horas, tras atravesar, poco antes de
entrar en el pueblo, un sobrecogedor paraje formado por cientos de
rudimentarias cruces de madera, confeccionadas mediante la simple unión de dos
ramas, que los peregrinos han ido colocando en un cercado que discurre paralelo
al camino.
La sorpresa al llegar fue comprobar que no abrían hasta las
14 horas, por lo que tuve que echarme al suelo durante casi dos horas a
esperar. Como era un día soleado y de temperatura agradable, la espera no
resultó penosa y mereció la pena.
Sin duda, es de los mejores en los que me he alojado. Un
lugar acogedor, hospitaleros extremadamente amables, y todo ello por la
voluntad. Además te invitan a limonada al llegar, a tomar el té a media tarde y
a desayunar a la mañana siguiente. Que más se puede pedir.
Contigua al albergue, la zona monacal, y frente a él, una
iglesia donde los monjes celebran misas cantadas al modo gregoriano. He de
decir que al llegar, y mientras formalizaba mi inscripción, hicieron la
intentona de liarme para que leyera un pasaje en castellano en la misa de las
siete de la tarde. No se cuales fueron los mecanismos mentales que en una
fracción de segundo me teletransportaron a las siete de esa tarde, donde me vi,
por un lado, en la iglesia leyendo, y por otro, sentado en la terraza de un bar
con una jarra de cerveza muy fría en la mano. De inmediato, mi mente se tiñó
con el maravilloso color dorado de la cerveza. Decliné amablemente la
invitación. Lo gracioso es que, llegado el momento, no logré encontrar la
terraza soñada y al final acabé, cosas del destino, asistiendo a la misa
espoleado por la curiosidad del canto gregoriano y también, por qué no decirlo,
porque estaba un tanto cansado y aburrido
de dar vueltas por el pueblo.
Una decisión tan prosaica tenía que tener consecuencias en
forma de venganza divina. Y vaya si las tuvo. Nada más soltar la mochila,
asearme un poco y ponerme ropa cómoda (bañador tipo bóxer, camiseta y chanclas)
me dirigí a un bareto donde comer algo. Bocata, cervecita y para terminar un
café. Café que fue a parar, casi en su totalidad, al bañador y a la altura de
la bragueta. La ubicación de las manchas y su color hacían que mi aspecto
resultase ridículo, ya que era fácil relacionarlas con un episodio de incontinencia
urinaria.
Ridículo que tuvo su continuidad esa misma tarde, en torno a
las cinco, cuando, sentado en una agradable mesa del jardín del albergue,
escribía en mi cuaderno de viaje. Quiso la mala fortuna, o la intervención
divina, que los preparativos del té comenzaran a tener lugar precisamente en la
mesa en la que me encontraba. Al té, por supuesto, me invitaron. Situación
incómoda donde las haya, primero porque al ser el único castellanoparlante y carecer de los conocimientos necesarios para mantener una
conversación en inglés, parecía tontito sentado a la mesa con una media sonrisa
en la cara y sin intercambiar palabra alguna con las personas que me
rodeaban, y segundo por las manchas de
la bragueta, cuya ocultación intentaba por todos los medios sin demasiado
éxito.
Si tenemos en cuenta que el bañador era el único que
llevaba, por lo de aligerar el peso de la mochila, y que las circunstancias que
rodearon las jornadas posteriores me impidieron lavarlo hasta varios días después
del incidente, la venganza divina se alargó en el tiempo mucho más de lo
deseable y quedó, creo, sobradamente satisfecha.
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