
Y la razón no es otra que la propaganda oficial, la mentira mil veces repetida, de forma más o menos subliminal, que se convierte en verdad.
Terroríficos mantras pandémicos nos martillean el cerebro día tras día. Y uno de los más repetidos últimamente es el de la seguridad total, esa que nunca ha existido, ni existe ni existirá. Esa que sirve de excusa para imponernos una y otra vez medidas absurdas, arbitrarias e inútiles que solo sirven para someternos y humillarnos. "Son medidas duras pero necesarias para acabar con el virus", nos venden. Como si no supieran que con el virus nunca se va a acabar y con la pandemia, simplemente no se quiere acabar.
El “riesgo cero” es inalcanzable como objetivo y ampararse en su consecución solo persigue enquistar el miedo y perpetuar el absurdo y tiránico reinado de los yonquis del poder.
Una vida sin riesgo no es vida. Corro riesgo cuando subo a un coche, cuando escalo montañas, cuando monto en bici y, sí, también cuando estoy en casa. Pero es que ese riesgo es consustancial a la vida. Eso es estar vivo. Lo contrario es algo parecido a la vida de un vegetal.
Moriremos de parada cardíaca, de un accidente de tráfico, arrastrados por una riada, de cáncer o en la aparente seguridad del salón de casa víctimas de una explosión de gas. Son tantas las posibles formas de morir y tan incierto es el momento de la muerte, que haríamos bien en vivir. Como un humano, no como un vegetal.
¿Irresponsables? No. ¿Imbéciles? Tampoco.
Por cada 100 “irresponsables” que nos son mostrados en los infames noticiarios de las sospechosamente uniformes cadenas televisivas, hay millones de “responsables” a los que no se dedica ni un minuto en esos mismos medios de comunicación, de manipulación diría yo, de masas. El mensaje es “siempre negativo, nunca positivo”. Y el quimérico objetivo, el “riesgo cero”, haciendo las veces de zanahoria que azuza a los mulos, ignorantes de que nunca la van a alcanzar.
Ni si quiera la tan cacareada vacuna, vendida durante todo este tiempo de represión y confinamiento como la solución definitiva a esta pandemia, y que cuenta con la bendición de todas las instituciones habidas y por haber, cuenta con un futuro halagüeño y libre de contradicciones.
Una vacuna que no impide contagiar después de recibida, dicen ahora; que no exime al que la recibe de cumplir todas y cada una de las restricciones en vigor, bajo el ya cansino mantra del “no bajes la guardia”; que es ineficaz total o parcialmente ante las nuevas variantes del virus que han surgido y que sin duda surgirán; y que, en fin y por tanto, no va a permitir que recuperemos en breve la “normalidad” política, social y económica de la que disfrutábamos hace poco menos de una año, no hace más que corroborar que el discurso del Estado sigue siendo el mismo de siempre. El del catastrofismo, el miedo, la represión y los balones fuera.
Y las soluciones, las mismas. Ninguna. Porque después de imponernos restricciones de todos los colores, siguen instalados en el “Yo no he sido, que ha sido la población que es irresponsable e indisciplinada”, afirmación además de falsa, insostenible, después de casi un año de poder absoluto donde han hecho y deshecho lo que les ha venido en gana.
A los servidores del Estado, esbirros de un Sistema corrupto y represor, toca señalarles, no disculparles. La gestión del Estado no es que sea mala, es que es nefasta. Sea porque no quieren o porque, vasallaje obliga, no les dejan. Toca señalarles, con el mismo dedo acusador que ellos han desviado hacia su “irresponsable” pueblo, eficaz cortina de humo que tapa sus vergüenzas. Toca ver el bosque más allá del árbol. Toca exigir. Toca vivir.
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