lunes, 29 de septiembre de 2014

Aventuras y desventuras de un peregrino dolorido - La primera noche

Si bien es cierto que la dureza del Camino conseguía que cada noche, a pesar de los numerosísimos ruidos de muy diversa índole que poblaban la atmósfera de los albergues, me durmiera en cuestión de segundos, no es menos cierto que la primera noche fue otro cantar.

La pasé en el albergue de Astorga donde compartí habitación con un matrimonio francés de avanzada edad y un individuo del que sólo conozco su ronquido.

La señora francesa era de esas personas que creen, inexplicablemente, que lo natural es que todo el mundo entienda su idioma. A pesar de no encontrarnos en Francia y de no ser el francés, que yo sepa,  el idioma oficial de la Maragatería, la señora en cuestión me preguntó no se qué, ante lo cual, encogiéndome de hombros, respondí en un perfecto castellano que no entendía absolutamente nada de lo que me decía, lo que provocó la aparición en su rostro de una mueca de disgusto, supongo que debida al esfuerzo que le iba a suponer comunicarse conmigo en el universal lenguaje de la mímica,  lenguaje que, por otra parte, funcionó, ya que logré entender que la cuestión giraba en torno a la trascendental decisión de pasar la noche con la ventana abierta o cerrada.

El otro individuo al que no pude ver bien -se acostó cuando las luces ya se habían apagado- fue el encargado de amenizar la noche con su atronador y devastador ronquido. Y digo bien, ronquido en singular, ya que era uno sólo, de una potencia tal que provocaba movimientos sísmicos en la litera, y con una cualidad que lo hacía verdaderamente demoledor, y que consistía en su repetición a lo largo de la noche a intervalos lo suficientemente largos como para permitirme caer, una y otra vez, en un esperanzador estado de sopor, cruelmente interrumpido por el subsiguiente episodio del fenómeno sonoro en cuestión.

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