La caza de brujas en la puritana sociedad de Nueva
Inglaterra, los autos de fe en la España inquisitorial o los linchamientos en
el salvaje oeste norteamericano, entre otros, suscitaban en nosotros el asombro por las
consecuencias que comportamientos basados en el fanatismo y la incultura podían llegar a tener.
Pues siento tener que decir que no hace falta irse tan lejos
para comprobar que esa forma de actuar fanática, irreflexiva y gregaria está, aquí y ahora, fuertemente arraigada en el alma de las masas.
“Más papistas que el Papa” reza el dicho popular para
calificar a aquellos que gustan de llevar las normas a un nivel de restricción
mayor que el dispuesto por las autoridades.
Personas inseguras, mediocres y mezquinas sólo se encuentran
a gusto entre personas inseguras, mediocres y mezquinas. De ahí su
comportamiento despótico y cruel hacia el que piensa o actúa diferente. O estás conmigo
o estás contra mí.
Y lo peor es que su postura se basa en la incultura y el
miedo. Leyendas urbanas y creencias abrazadas porque así lo hace la mayoría,
llevan a estas gentes a ser despreciables tiranos insensibles dispuestos a
ajusticiar al que ose nadar contracorriente, aunque la ley permita esa manera
de nadar.
Y el Estado, que tonto no es, aprovecha esta circunstancia
para usar a estas idiotizadas gentes para que sean las ejecutoras de aquellas
medidas represivas que él, tal vez, gustosamente aplicaría, pero que de hacerlo
podría suponer una merma en su popularidad.
Por eso esta gentuza se dedica a estigmatizar a los que,
cumpliendo escrupulosamente las leyes, no se comportan como ellos creen que
deberían comportarse.
Menos mal que todavía no les dejan, ni se atreven, a ejecutar la sentencia,
su sentencia. De no ser así, muchos habríamos sido ya fusilados,
ahorcados, guillotinados o quemados en la hoguera.
Y todo por salir a la calle sin ponernos la puñetera mascarilla.
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