jueves, 18 de junio de 2020

La hostia

Muchos dicen que no tienen miedo, pero lo tienen y mucho. Y tener tanto miedo es un problema. La solución, reconocerlo y buscar ayuda. Ya ha pasado con las drogas, el alcohol, el tabaco o el juego. Ahora pasa con el miedo. Es para ellos motivo de congoja y sufrimiento. Hasta ahí, son dignos de lástima.

No obstante, muchos de ellos, cortos de entendederas, consideran imposible que haya personas que cumplan escrupulosamente con las normas establecidas para evitar contagios y, a la vez, no tengan miedo. Y eso les jode.

Y como de una premisa estúpida siempre surge una conclusión absurda, estos genios del razonamiento empírico concluyen que si tienes miedo eres un modelo de persona seria y responsable, mientras que si no lo tienes eres un homicida irresponsable.

Y llegados a esa brillante conclusión, muchos de estos miedosos se creen en la obligación de crear una profusa normativa, infinitamente más restrictiva que la oficial, que como hombres de bien que son están obligados a hacer cumplir a todos aquellos impíos que pululan por la calle con la única misión de infectar y matar.

Si la norma dice “uso obligatorio de mascarilla siempre que no se pueda mantener la distancia social de 1,5 metros”, ellos la convierten en “uso obligatorio de mascarilla”, con lo que de un plumazo dejan a la mitad de la población fuera de la ley, de su ley.

Autoproclamados depositarios de la moral y las buenas costumbres, a nadie puede extrañar que lleven el cumplimiento de lo que creen su supremo deber hasta las últimas consecuencias y se dediquen a señalar y descalificar de forma ostentosa y audible, y evidentemente injusta, a todos aquellos que según su criterio no cumplen con las normas, sus normas.

Yo creo que una hostia es lo que se están buscando.

Porque no se puede ser imbécil y que, tarde o temprano, no te caiga una hostia.

Si no creéis tener un problema, pues perfecto. Disfrutad de vuestro miedo disfrazado de sensatez, civismo y responsabilidad. Encerraos, si queréis, y tirar la llave. Pero a los demás, dejarnos vivir. Dejar, en fin, de tocarnos los cojones.
   
Porque esto se está yendo tanto de madre y tan extendido está este miedo irracional, hábilmente inoculado y alimentado por nuestro maquiavélico Estado, que ya se barruntan, en esta España de iletrados, palurdos y aldeanos, movimientos de rechazo al forastero, al que miran de reojo como si se tratara de un apestado egoísta y desalmado cuya misión fuera llevar la destrucción y la muerte a las afortunadas poblaciones que han salido relativamente indemnes de la pandemia. Unos enfrentados a otros. Divididos y perdidos. Al Estado le viene de muerte. Será casualidad.

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