En estos días nuestras mentes
bullen, unas más que otras, en busca de una explicación plausible al porqué de
esta pandemia y al porqué de su nefasta gestión por parte de un número
significativo de gobiernos de países pertenecientes al llamado primer mundo,
verdaderos pilares de la economía mundial.
Y las respuestas a las que individualmente
llegaremos tendrán mucho que ver con la idiosincrasia del país en el que vivamos
y con el grado de escepticismo con el que hayamos afrontado el adoctrinamiento
político, social y económico al que llevamos siendo sometidos desde hace casi
un siglo.
Los poco escépticos, las masas
orteguianas, parecen manejar una sola ecuación, a saber, verdad oficial =
verdad absoluta.
Los otros, pondrán en duda la
verdad oficial e intentarán comprender el sentido y la finalidad del
comportamiento de sus Estados.
Estos otros, al poner en duda la
verdad oficial, no serán nunca cómodos para el Estado, siendo por ello
discriminados, desacreditados y ninguneados, en el mejor de los casos. En el
peor, encarcelados o eliminados. Porque tendrán más o menos razón, pero asegurar
que carecen totalmente de ella supone perpetuar un modelo de Estado que, tal
vez, está haciendo las cosas más mal que bien, digan lo que digan los poderosos
medios de adoctrinamiento con los que cuenta y que, de nada sirve negarlo,
moldean conciencias con la precisión de un cirujano experto y consiguen que la
ingenuidad de las masas sea prácticamente impenetrable.
Ya en los años 20 del siglo XX,
después del desastre que para Europa supuso la Gran Guerra y en base a su
desarrollo y a sus consecuencias políticas y económicas, se empezó a cuestionar
la teórica independencia de los Estados y su aparente orientación al bienestar
de sus pueblos. Eran muchas las voces que afirmaban que los Estados servían a
intereses, fundamentalmente económicos, que ejercían con mano de hierro el
verdadero poder. Y nada más útil para ello, que la implantación de regímenes basados
en la teórica “soberanía popular”, donde se le creaba al pueblo la ilusión de
“gobernar” merced al ejercicio del “sufragio” que garantizaba una sana y
deseable “alternancia en el poder”.
Mucho menos idílica y para nada
inocente ha resultado ser la realidad, donde se encumbran o destituyen
gobiernos a golpe de talonario, mediante la financiación de costosísimas
campañas electorales que sólo los muy poderosos grupos económicos a cuyos
intereses sirven pueden sostener. Y ya se sabe que quién paga, manda. Y si el
dinero no fuera suficiente, cuentan, a su vez, con la inestimable, poderosísima
y determinante ayuda de los medios de comunicación de masas, cuyo control
también ejercen. Consecuentemente, salga quién salga elegido, el poder real estará
siempre en las mismas manos, lo que convierte a estas “democracias” en monumentales
mentiras.
Si este planteamiento es, aunque
sólo sea en parte, cierto, el desarrollo de la historia desde principios del
siglo XX se puede entender como una consecución de maniobras tendentes a destruir,
en beneficio de unos pocos, los cimientos de toda civilización que amenace sus
privilegios, todo ello apoyado en una labor constante e implacable de
adoctrinamiento de las masas hasta conseguir, pirueta del destino, que este
estado de cosas sea tomado por ellas como algo normal, legítimo, inevitable e
incluso deseable.
Es la antesala de la distopía.
Grandes escritores, grandes
visionarios, han descrito a lo largo del siglo pasado lo que entendían sería la
culminación, para nada deseable, de la alienación de las sociedades
occidentales, a saber, el Estado distópico, conformado y afianzado de forma
incruenta pero no por ello menos perniciosa. Estado que, bajo la afable apariencia
de benefactor del pueblo, ejerce, no obstante, un férreo control sobre las masas,
previamente aleccionadas e incapacitadas para disentir merced a una
inmisericorde propaganda que anula su voluntad.
Visto lo visto, lo novelado y lo
real parece, por momentos, confluir. El poder real cada vez se esconde menos y
sus Estados vasallos son puestos en evidencia cada vez más. Un futuro Estado
distópico parece, ahora más que nunca, posible.
Llegados a este punto, y recordando
lo oportunas que guerras y epidemias han resultado ser a lo largo de la
historia, cabe preguntarse si la cruel pandemia que estamos sufriendo no será
la culminación, el acto final, de una representación que, aunque dilatada en el
tiempo, ha sido concebida y programada con el propósito de posibilitar la instauración
de un modelo de Estado totalitario y amoral que beneficie a unos pocos a costa
del sometimiento de todos los demás.
Muchos son los rumores de la
creación en laboratorio del tristemente famoso Covid-19, máxime cuando en los
primeros días tras su aparición murió de forma muy oportuna, y por ello no poco
sospechosa, el Doctor Li Weinlang, una
persona joven y sin patologías previas que fue de los primeros en alertar sobre
la gravedad del virus y que de no haber fallecido es más que probable que
hubiera facilitado información vital sobre esta cuestión.
Sea cual sea su origen y observando
las torpes, tardías y negligentes políticas de contención llevadas a cabo por
la mayoría de los Estados del mal llamado mundo libre, ya se pueden vislumbrar
sus terribles consecuencias y se puede, por qué no, presumir su utilidad.
El virus ha matado y sigue matando
a miles de personas, especialmente en el llamado primer mundo y muy
especialmente en la población de mayor edad, lo que le convierte en un
eficacísimo instrumento para reducir la población y rejuvenecerla, que para la
reconstrucción hará falta mucha mano de obra joven, sana y, por supuesto,
barata.
Es la civilización occidental la que, por su historia, su
cultura y su desarrollo tecnológico, mayor resistencia teórica podría oponer a
cualquier intento totalizador. Y tal vez
por ello la pandemia se ha cebado especialmente en ella.
Observamos, no obstante, que la respuesta por parte de los
diferentes países ha sido desigual. Pensemos en la idiosincrasia de cada uno de
ellos, muy ligada a la integridad moral de sus gobernantes y a su nivel de
vasallaje, por un lado, y al nivel de adoctrinamiento y sumisión de sus
ciudadanos, por otro, y tendremos la solución. Me viene al pelo una reflexión
que leí en algún sitio y que, refiriéndose a los españoles, decía “No somos
noruegos, pero ¿podemos permitirnos no serlo?”.
Podamos o no, lo cierto es que no lo somos y consecuencia de
ello será nuestra fulminante caída. Con una estructura de Estado corrupta hasta
los tuétanos, no parece haber problema alguno en seguir las directrices recibidas
del poder real, aunque ello suponga la aniquilación física y mental del pueblo.
Es en la Europa mediterránea, o tal vez en los EEUU, donde probablemente el
Estado distópico, totalitario y amoral, se materializará en primer lugar. Con
unos gobernantes miserables y fieles a su amo y un pueblo absolutamente
idiotizado y sumiso, la batalla la tienen ganada.
La gestión de la pandemia parece ser un ensayo, un
monumental simulacro de sometimiento del pueblo que, visto lo visto, estaría
arrojando unos resultados que sus instigadores no hubieran imaginado ni en el
mejor de sus sueños. La propagación de un virus, mortal, es la propagación del
miedo, y el miedo es el instrumento ideal para la dominación.
La extensión de la pandemia y sus dramáticas consecuencias
ha supuesto para el Estado un reforzamiento de su poder. De un plumazo, y
merced al Estado de Alarma, ha restringido libertades y ha enmascarado su
negligente inutilidad mediante una hábil maniobra de distracción consistente en
culpabilizar a parte del pueblo de la propagación del virus. Y de propina,
puñetazo en la mesa, avisa de que su poder es infinito e incuestionable ya que
en cualquier momento futuro puede, recaída de por medio, volver a confinarnos.
El miedo y la indefensión están servidos. Cogidos por los huevos nos tienen. La
distopía, pues, ya está aquí.
Y el pueblo, como
siempre, a verlas venir. Le han endilgado una pandemia cuyo origen está en un
virus de procedencia más que sospechosa y al que han permitido propagarse sin
apenas control apelando a la excepcionalidad de la situación y a la
imposibilidad de tener previstas medidas eficaces para su contención, y el
pueblo, feliz. Feliz porque, propaganda a tope y efecto arrastre de por medio,
acepta automáticamente lo que la mayoría piensa, que es lo que le han dicho que
tiene que pensar, y se comporta como la mayoría lo hace, que es como le han
dicho que se tiene que comportar, pensando que esa y no otra es la manera
correcta de pensar y de actuar, sumándose a la manada de forma gregaria, acrítica
y oportunista. La derrota, si nadie lo remedia, está servida.
Y por si a las masas les quedara una pizca de dignidad y osaran poner en entredicho los designios de
su poderoso Estado, éste parece empeñado en dilatar los efectos de la pandemia
“ad infinitum” para que la crisis económica resultante tenga un efecto tan
devastador, en especial para trabajadores, autónomos y pequeñas empresas, que
la lucha por la supervivencia y la dependencia de paupérrimas ayudas estatales
sean la única posibilidad de subsistencia para una gran parte de la población, lo
que conllevará un retroceso social, cultural y laboral sin parangón en la
historia reciente de la humanidad.
Ésta, y no otra, parece que será la que con enorme
desvergüenza llaman la “nueva normalidad”. Nueva sí será. Deseable, en modo
alguno. Una sociedad, apunta a que será, tiranizada por un Estado despótico y
policial que salvaguardará los privilegios de unos pocos a costa de someter a unas condiciones de
semiesclavitud a otros muchos. Una sociedad reducida a dos clases. Un
absolutismo ciego. Un nada para el pueblo, con el pueblo. Una indecencia.
Y el medioambiente, bien gracias. Se les estaba yendo de las
manos. Curioso, para esto la pandemia también les ha ido bien. Pudientes y
privilegiados podrán disfrutar de una Naturaleza mejorada. El resto, bastante
tendrá con cubrir sus necesidades básicas, con sobrevivir.