El autodenominado “Estado de Derecho”, bajo cuyo paraguas
tengo la desgracia de vivir, ha demostrado, una vez más, su necedad y su
hipocresía.
Necios, por ignorar con prepotencia las señales inequívocas
que algunos ciudadanos contrarios a tan abyecto régimen, entre los que me
encuentro, ponemos de manifiesto en todas y cada una de las ocasiones en que
somos invitados a participar en lo que supone el acto supremo que legitima su
perpetuación, las elecciones. Ya me contaréis qué sentido tiene el ser
conminado a formar parte de una mesa electoral cuando es indudable que tienen
acceso a una información que, si se tomaran la molestia de consultar, les
permitiría conocer el número de veces que he participado en las tristemente
famosas jornadas electorales y que, como ya habréis adivinado, es igual a cero.
De este hecho deducirían, si la necedad no les impidiera ver, que si no he
acudido nunca sólo puede ser por desidia o por oposición. En ambos casos la
convocatoria está de sobra, sobre todo teniendo en cuenta las legiones de
seguidores con las que parece contar este maravilloso régimen y que, a buen
seguro, se prestarían a participar voluntariamente con la alegría y el
entusiasmo que toda acción altruista conlleva.
Hipócritas, porque de nada sirve la difusión de eslóganes y
palabrería barata si no se predica con el ejemplo. Porque contrariamente a los
principios que dicen defender, la libertad de credo y de pensamiento, obligan
bajo pena de cárcel a participar en un acto propio del régimen, para nada
desprovisto de significado y para nada neutral. Obligan a opositores al
régimen, sin reconocerles su libertad de credo y su derecho a la objeción de
conciencia, a participar en su particular orgía de papeletas y urnas. Y sí, he
dicho opositores al régimen, porque aunque resulte difícil de creer y a pesar
del bombardeo mediático del “es el menos malo de los sistemas”, hay personas
que no dan esa frase por buena y que tienen el valor de disentir de estos demócratas
de pacotilla para los que todo lo que se salga del reconocimiento a sus
postulados políticos y económicos, si es que realmente tienen alguno, no merece
ni su respeto ni su comprensión. Pues señores, sepan que a mí este régimen corrupto y tremendamente dañino no me gusta en absoluto y que, por tanto, tengo la
obligación ética y moral de no colaborar en absoluto a su perpetuación. Y que
obligarme, bajo pena de cárcel, a facilitar el desarrollo de una jornada
electoral es un atentado contra mi libertad de pensamiento, contra mis convicciones
y contra mis creencias, o lo que es lo mismo un ataque directo a mi dignidad.
Es como si a un animalista le obligaran a colaborar en la preparación de una
plaza de toros para un festejo, o como si a un católico le obligaran a
peregrinar a La Meca, o como si a un antibelicista le mandaran a la guerra. Es
actuar como tiranos, haciendo gala de esa tiranía que, según cuentan, es
deseable evitar.
Necios e hipócritas. Árboles más altos han caído. Lástima
que yo, probablemente, no lo veré.
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