domingo, 18 de enero de 2015

Aventuras y desventuras de un peregrino dolorido - Pulpo para desayunar y el incidente del tonto del pueblo

La novena etapa de mi Camino se inició muy temprano, en la localidad de Palas de Rei.

Tan temprana fue la partida que antes de las nueve de la mañana estaba atravesando Melide, localidad famosa por la preparación del pulpo, manjar que ofrecen en infinidad de bares que jalonan las calles por las que transcurre el Camino. Sorprendente es, que a esas horas las cocinas de dichos establecimientos estén funcionando a pleno rendimiento y que en cada puerta el empleado de turno te ofrezca entrar para degustar tan celebrada vianda. Más sorprendente es, comprobar que peregrinos hay que se rinden a la tentación y se desayunan pulpo y ribeiro como si de chocolate con churros se tratara. Por lo que a mí respecta, mi sistema digestivo protestaba sólo de pensarlo. Que le vamos a hacer. Soy un tradicional. Yo a esas horas prefiero un café con leche con una buena tostada. Cuestión de costumbres.

Pasado Melide, me encontré transitando totalmente sólo por el Camino, circunstancia extraordinaria pero que se daba en ese momento y lugar. Me acercaba a un pueblo, no recuerdo cual, y a medida que avanzaba se iban perfilando los edificios, desdibujados por la neblina mañanera. Ante mí, una especie de plaza empedrada con una iglesia a la derecha y un pequeño muro a la izquierda, que, siguiendo el Camino, tenía que atravesar. Pero había algo más. Era un hombre alto, delgado y desgarbado que con aire ausente paseaba en círculos por la plaza chapurreando una letanía ininteligible. Instintivamente mis manos se tensaron sobre las empuñaduras de los bastones. En otras ocasiones me los he encontrado. En todos los pueblos dicen que hay al menos uno. Suelen ser inofensivos, pero su imprevisibilidad asusta. Caminé resuelto y con decisión para salvar lo antes posible el lugar en cuestión. Sobrepasé su posición, no sin observar que me obsequiaba con una de esas miradas atravesadas que no auguran nada bueno. Puse todos mis sentidos en alerta máxima. Mis sospechas se vieron confirmadas. Al sonido de mis pasos le seguía el sonido de otros pasos. Si mis pasos aumentaban su cadencia, los otros también. Me estaba siguiendo. Una mirada hacia atrás provocó en él un torpe movimiento de disimulo que no hizo más que aumentar mi inquietud. Reanudé la marcha, y él reanudó la suya. Tenía que acabar con situación tan absurda. Giré de pronto, alcé los bastones y di unos pasos en su dirección en actitud amenazadora y lanzando un par de alaridos del tipo de los que usan para comunicarse los obreros de la construcción. Efecto fulminante. Giró y volvió hacia su plaza. Esperé hasta que medio desapareció en la distancia. Continué.

Finalicé la etapa en Arzúa, a dos jornadas de Santiago. Mientras cenaba un plato del excelente queso de la zona, regado con un buen vino blanco y rematado con un chupito de la célebre crema de orujo, tomé conciencia de lo rara que había resultado la jornada y de lo rico en anécdotas que estaba resultando el Camino. Supe entonces que algún día lo tendría que contar.

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