La novena etapa de mi Camino se inició muy temprano, en la
localidad de Palas de Rei.
Tan temprana fue la partida que antes de las nueve de la
mañana estaba atravesando Melide, localidad famosa por la preparación del
pulpo, manjar que ofrecen en infinidad de bares que jalonan las calles por las
que transcurre el Camino. Sorprendente es, que a esas horas las cocinas de
dichos establecimientos estén funcionando a pleno rendimiento y que en cada
puerta el empleado de turno te ofrezca entrar para degustar tan celebrada
vianda. Más sorprendente es, comprobar que peregrinos hay que se rinden a la
tentación y se desayunan pulpo y ribeiro como si de chocolate con churros se
tratara. Por lo que a mí respecta, mi sistema digestivo protestaba sólo de
pensarlo. Que le vamos a hacer. Soy un tradicional. Yo a esas horas prefiero un
café con leche con una buena tostada. Cuestión de costumbres.
Pasado Melide, me encontré transitando totalmente sólo por
el Camino, circunstancia extraordinaria pero que se daba en ese momento y
lugar. Me acercaba a un pueblo, no recuerdo cual, y a medida que avanzaba se
iban perfilando los edificios, desdibujados por la neblina mañanera. Ante mí,
una especie de plaza empedrada con una iglesia a la derecha y un pequeño muro a
la izquierda, que, siguiendo el Camino, tenía que atravesar. Pero había algo
más. Era un hombre alto, delgado y desgarbado que con aire ausente paseaba en
círculos por la plaza chapurreando una letanía ininteligible. Instintivamente
mis manos se tensaron sobre las empuñaduras de los bastones. En otras ocasiones
me los he encontrado. En todos los pueblos dicen que hay al menos uno. Suelen
ser inofensivos, pero su imprevisibilidad asusta. Caminé resuelto y con
decisión para salvar lo antes posible el lugar en cuestión. Sobrepasé su
posición, no sin observar que me obsequiaba con una de esas miradas atravesadas
que no auguran nada bueno. Puse todos mis sentidos en alerta máxima. Mis
sospechas se vieron confirmadas. Al sonido de mis pasos le seguía el sonido de
otros pasos. Si mis pasos aumentaban su cadencia, los otros también. Me estaba
siguiendo. Una mirada hacia atrás provocó en él un torpe movimiento de disimulo
que no hizo más que aumentar mi inquietud. Reanudé la marcha, y él reanudó la
suya. Tenía que acabar con situación tan absurda. Giré de pronto, alcé los
bastones y di unos pasos en su dirección en actitud amenazadora y lanzando un
par de alaridos del tipo de los que usan para comunicarse los obreros de la
construcción. Efecto fulminante. Giró y volvió hacia su plaza. Esperé hasta que
medio desapareció en la distancia. Continué.
Finalicé la etapa en Arzúa, a dos jornadas de Santiago.
Mientras cenaba un plato del excelente queso de la zona, regado con un buen
vino blanco y rematado con un chupito de la célebre crema de orujo, tomé
conciencia de lo rara que había resultado la jornada y de lo rico en anécdotas
que estaba resultando el Camino. Supe entonces que algún día lo tendría que
contar.
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