Fue hace siglos, en unas vacaciones de Semana Santa que pasé junto
con mi familia, cuando descubrí la belleza de los montes que se elevan en
tierras maragatas y bercianas, y ese recuerdo, unido a mi afición al
senderismo y a mi pasión por la montaña, fue determinante a la hora de decidir
que el inicio de mi Camino sería en Astorga. De esta forma evitaba las, a
priori, aburridas etapas llanas y me sumergía de lleno y desde el principio en
terreno montañoso.
La segunda etapa, Rabanal del Camino–Molinaseca,
atravesando los Montes de León y con vistas a los Montes Aquilianos, se
presentaba, pues, como un verdadero goce para los sentidos, por lo que comencé
a atacarla con enorme ilusión y determinación.
Lo cierto es que lo que prometía un goce paisajístico
ilimitado se convirtió en un calvario de sufrimiento.
Para comenzar, una corta y agradable subida entre jirones de
niebla mañanera que se disipaba perezosamente, me depósito a los pies de la Cruz
de Hierro, monumento donde di cumplida cuenta del ritual que en él se lleva a
cabo (alimentar con una piedra el montón existente, sin saber muy bien por qué,
que por cumplir no quede y sea por si acaso). A lo mejor el que la piedra que
lancé al montón se partiera en dos al caer quería significar algo, pero como no
era cuestión de dejarse influenciar por malos augurios, inicié el larguísimo
descenso hacia Molinaseca que, por sus características, presumo que a no pocos
les habrá pasado factura. En mi caso, así fue. Por culpa de mi inexperiencia a
la hora de ajustarme la mochila, mis hombros resultaron seriamente dañados, y
por culpa de mi exceso de confianza a la hora de hacer un uso insuficiente de
los bastones, mis rodillas también.
Cuando llegué al albergue sólo me quedaban fuerzas para
tumbarme a descansar, y fue tal la progresión del dolor en los hombros que
cuando decidí incorporarme fui totalmente incapaz de hacerlo. Para lograr
levantarme no tuve más remedio que girar sobre mí mismo, con un movimiento
similar al de las croquetas cuando son rebozadas, cayendo al suelo boca abajo,
para desde esta posición poder realizar las maniobras necesarias para ponerme
en pie sin morir en el intento. Menos mal que al no haber nadie cerca en ese
momento y a que la litera asignada era la de abajo, pude salvar decorosamente
la situación. No quiero ni pensar en lo que habría pasado de estar tumbado en
la litera de arriba.
Una ducha y varias toneladas de crema antiinflamatoria me
proporcionaron la fuerza necesaria para llegarme hasta una mesa de la terraza
del albergue donde sentarme a escribir. Los dolores persistían, aunque con algo
menos de intensidad. Fue en ese momento cuando recibí la llamada de Carmen, mi
mujer, que no tardó ni dos segundos en percibir que algo no iba bien. Enterada
de mis problemas físicos y dado que sólo era mi segundo día en el Camino, quedó
sumida, como es lógico, en un estado de honda preocupación. Por lo que a mí
respecta, abatido, desganado y dolorido, tuve que batallar contra funestos pensamientos
que no auguraban un buen final para la aventura recién iniciada, máxime
teniendo en cuenta lo mal que había empezado y lo mucho que quedaba por hacer.
Afortunadamente era una soleada y agradable tarde de
primavera y los dolores iban disminuyendo progresivamente gracias al buen hacer
de la crema antiinflamatoria. Me animé a dar un corto pero relajante paseo por
las calles de Molinaseca, me tomé una refrescante cervecita y rematé en una
acogedora terraza bañada por la luz del atardecer donde ataqué con apetito un
par de huevos fritos con chorizo regados con una botellita de vino, mencía y
del Bierzo por supuesto. De nuevo estaba mentalmente arriba, seguro de que
conseguiría culminar mi aventura y pasando uno de esos momentos felices y
extremadamente fugaces con los que la vida te regala de vez en cuando. Era el
momento de llamar a Carmen. La conversación nos devolvió la confianza y la
calma. Todo sería muy diferente a partir de ese momento. Los inicios siempre
son difíciles, pero sabía que con la mentalidad adecuada no había reto que no
pudiera superar.
Después de la cena, y antes de retirarme a descansar, pasé
largo rato sentado en la terraza del albergue, bajo las estrellas y en compañía
de un par de peregrinos hispanos y del hospitalero de turno, que se encargó de
amenizarnos la velada con un monólogo en el que despotricó de los peregrinos
galos. Individuos, decía, que esperaban de los albergues servicios similares a
los ofrecidos por los hoteles, quejándose, frecuentemente y con acritud, cuando
constataban que dicha esperanza nada tenía que ver, como es lógico, con la
realidad. “Si no les gusta el albergue, pues que se vayan a un hotel, no te
jodes” fue la frase, o alguna muy similar, con la que dio por finalizada su
perorata.