domingo, 19 de octubre de 2014

Aventuras y desventuras de un peregrino dolorido - El albergue de los británicos

En Rabanal del Camino me alojé en el Albergue Gaucelmo, administrado por la Confraternity of Saint James. Llegué sobre las 12:15 horas,  tras atravesar, poco antes de entrar en el pueblo, un sobrecogedor paraje formado por cientos de rudimentarias cruces de madera, confeccionadas mediante la simple unión de dos ramas, que los peregrinos han ido colocando en un cercado que discurre paralelo al camino.

La sorpresa al llegar fue comprobar que no abrían hasta las 14 horas, por lo que tuve que echarme al suelo durante casi dos horas a esperar. Como era un día soleado y de temperatura agradable, la espera no resultó penosa y mereció la pena.

Sin duda, es de los mejores en los que me he alojado. Un lugar acogedor, hospitaleros extremadamente amables, y todo ello por la voluntad. Además te invitan a limonada al llegar, a tomar el té a media tarde y a desayunar a la mañana siguiente. Que más se puede pedir.

Contigua al albergue, la zona monacal, y frente a él, una iglesia donde los monjes celebran misas cantadas al modo gregoriano. He de decir que al llegar, y mientras formalizaba mi inscripción, hicieron la intentona de liarme para que leyera un pasaje en castellano en la misa de las siete de la tarde. No se cuales fueron los mecanismos mentales que en una fracción de segundo me teletransportaron a las siete de esa tarde, donde me vi, por un lado, en la iglesia leyendo, y por otro, sentado en la terraza de un bar con una jarra de cerveza muy fría en la mano. De inmediato, mi mente se tiñó con el maravilloso color dorado de la cerveza. Decliné amablemente la invitación. Lo gracioso es que, llegado el momento, no logré encontrar la terraza soñada y al final acabé, cosas del destino, asistiendo a la misa espoleado por la curiosidad del canto gregoriano y también, por qué no decirlo, porque estaba  un tanto cansado y aburrido de dar vueltas por el pueblo.

Una decisión tan prosaica tenía que tener consecuencias en forma de venganza divina. Y vaya si las tuvo. Nada más soltar la mochila, asearme un poco y ponerme ropa cómoda (bañador tipo bóxer, camiseta y chanclas) me dirigí a un bareto donde comer algo. Bocata, cervecita y para terminar un café. Café que fue a parar, casi en su totalidad, al bañador y a la altura de la bragueta. La ubicación de las manchas y su color hacían que mi aspecto resultase ridículo, ya que era fácil relacionarlas con un episodio de incontinencia urinaria.

Ridículo que tuvo su continuidad esa misma tarde, en torno a las cinco, cuando, sentado en una agradable mesa del jardín del albergue, escribía en mi cuaderno de viaje. Quiso la mala fortuna, o la intervención divina, que los preparativos del té comenzaran a tener lugar precisamente en la mesa en la que me encontraba. Al té, por supuesto, me invitaron. Situación incómoda donde las haya, primero porque al ser el único castellanoparlante y carecer de los conocimientos necesarios para mantener una conversación en inglés, parecía tontito sentado a la mesa con una media sonrisa en la cara y sin intercambiar palabra alguna con las personas que me rodeaban,  y segundo por las manchas de la bragueta, cuya ocultación intentaba por todos los medios sin demasiado éxito.

Si tenemos en cuenta que el bañador era el único que llevaba, por lo de aligerar el peso de la mochila, y que las circunstancias que rodearon las jornadas posteriores me impidieron lavarlo hasta varios días después del incidente, la venganza divina se alargó en el tiempo mucho más de lo deseable y quedó, creo, sobradamente satisfecha.  

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